La tragedia del calderonismo
Este libro es un conjunto de reportajes que conforman una crónica sobre un blanco móvil llamado calderonismo, ese fenómeno político difuso y cambiante; una corriente surgida dentro del Partido Acción Nacional sin fecha exacta de nacimiento, que algunos consideran muerta y, otros, condenada a morir.
Crónicas de un sexenio está formado por 11 reportajes. Esta crónica no busca ser exhaustiva, sino describir cómo aquellos jóvenes que saltaron a la fama tras su epopeya política —lograr la presidencia de México—, ejercieron el poder.
Un relato con varios finales trágicos: la muerte del que parecía ser el elegido por Calderón para sucederlo y su incapacidad para reemplazarlo. El aparente fracaso de los principales cuadros del calderonismo, hoy retirados en despachos privados, defenestrados por escándalos de corrupción y frivolidad, o acomodados en los reductos que le quedan al PAN en el Poder Legislativo o en su estructura burocrática.
En la agonía de su administración, este libro busca ser una guía de lo que podrían considerarse las paradojas políticas de Felipe Calderón: un antipriista que entrega el poder a Enrique Peña Nieto y un idealista opositor que podría no tener el juicio más favorable de la historia por la estrategia elegida para combatir el narcotráfico.
De eso trata la Crónica de un sexenio fallido: de un personaje nacido en el panismo doctrinario que se convirtió al pragmatismo y del grupo con el que decidió gobernar a México.
El origen
Juan Camilo Mouriño fue el más enfático y directo: “Lo caído, caído”, dijo ante una docena de colaboradores de Felipe Calderón reunidos en el cuarto de guerra, quienes, como cada mañana desde hacía casi un año, revisaban lo acontecido en el proceso electoral. Lo “caído” era la presidencia de la República. Un sueño que Calderón había logrado arrebatar en la elección del 2006, por una diferencia de 0.56% de los votos, a Andrés Manuel López Obrador, quien fue durante tres años puntero en las encuestas.
El grupo calderonista paladeaba su hazaña política: de tener un candidato desconocido para 70% de los mexicanos en 2004, colocado más de 20 puntos porcentuales debajo de López Obrador en el arranque de campaña, ahora estaba con un pie en Los Pinos. “Ya es nuestra y no hay que soltarla”, sentenciaba Mouriño frente al puñado de panistas cercanos al candidato que, sentados alrededor de una mesa, analizaban los escenarios del conflicto abierto a partir del 2 de julio.
El núcleo del calderonismo era, en ese entonces, un equipo de no más de 15 personas que cada mañana sesionaba desde las siete en el sótano de un edificio ubicado en el sur de la Ciudad de México.
Ese era el equipo en el que Calderón, el candidato, del PAN había puesto su futuro político y con el que logró la hazaña: en siete meses remontó 20 puntos en las encuestas y llegó empatado con López Obrador al día de los comicios. Ganó por 243,000 votos y se aferró a su triunfo, aconsejado por ese grupo compacto que encarnaba, con sus virtudes y limitaciones, su frescura y sus vicios, sus golpes de genialidad y su novatez, un fenómeno político que en adelante fue conocido como el calderonismo.
La transición
“Estoy listo para que no me reconozcan en todo el sexenio. De todos modos voy a ser presidente”, soltó Calderón en una reunión con su grupo compacto la mañana del lunes 11 de septiembre de 2006
. Con ese ánimo puso en marcha la transición.
Ese mismo día acudieron a Los Pinos Juan Camilo Mouriño, Juan Molinar, Eduardo Sojo y Maximiliano Cortázar para sostener una primera reunión con colaboradores de Vicente Fox, el primer presidente panista, y empezar a preparar la entrega-recepción. El mismo Calderón se presentaría en Los Pinos 10 días después para posar sonriente al lado de Fox y miembros de los equipos de ambos en la escalinata de la casa Miguel Alemán, cargando media docena de cajas que se veían muy apantallantes pero no contenían nada. Mouriño se reía de esas cajas vacías, pues representaban lo que pensaban de la administración saliente: un vacío que ellos llenarían.
Con el acta de presidente electo en su poder, Calderón creó un equipo formal para preparar su arribo al gobierno y comenzó a hacer uso de los 150 millones de pesos autorizados por la Cámara de Diputados como partida para sufragar los gastos de transición. De ese monto, 20 millones de pesos correspondieron al Estado Mayor Presidencial “para los gastos inherentes a la seguridad del presidente electo”, y 130 millones fueron depositados el 7 de septiembre de ese año en un fideicomiso del Banco Nacional del Ejército.
Calderón invitó a Patricia Flores Elizondo, excolaboradora suya en la Cámara de Diputados y sobrina de uno de sus mejores amigos en el PAN —Rodolfo Elizondo—, para hacerse cargo de la administración de los recursos.
La larga marcha tenía al fin una recompensa. Los calderonistas comenzaron a cobrar y, con ello, a hacer realidad las ventajas de llegar al poder: comer en restaurantes exclusivos, beber en lujosos bares, estrenar auto, comprar departamento, mudarse a una casa, viajar, celebrar la victoria, contratar personal, dar órdenes, despreciar a los vencidos y mirar por encima del hombro a los que no creyeron que Calderón sería presidente.
El combate al crimen organizado
La mañana del 3 de enero de 2007, Felipe Calderón abordó el avión presidencial TP-01 vestido de civil, con una camisa azul y un pantalón caqui —su atuendo habitual en los tiempos de campaña electoral—. A bordo del avión, su asistente Aitza Aguilar le entregó una chamarra verde olivo y un quepí militar con el escudo nacional bordado en negro rodeado de cinco estrellas. Cuando aterrizó en Apatzingán, donde en diciembre se había instalado el centro de control de la Operación Conjunta Michoacán, bajó del avión vistiendo ambas prendas.
Lázaro Cárdenas Batel, gobernador del estado natal de Calderón, vestido con pantalón beige y guayabera blanca, le dio la bienvenida con un fuerte apretón de manos y sonrió. Calderón le devolvió la sonrisa y le dijo: “Aquí estamos, gobernador, listos”. Juntos se trasladaron al cuartel general de la XLIII Zona Militar, donde el presidente saludaría a la tropa y encabezaría un desayuno de Año Nuevo.
La vestimenta del “comandante supremo de las fuerzas armadas” se convirtió en tema de todos los medios e invitados asistentes, pues le quedaba grande: la chamarra le bajaba hasta media pierna y las mangas le cubrían las manos casi por completo. Incluso el quepí le venía sobrado. Vistiendo esa chamarra, Calderón caminó con cierta dificultad por los patios de la sede militar, escoltado por el general Guillermo Galván Galván, secretario de la Defensa Nacional; el gobernador y los secretarios de Gobernación y Seguridad Pública. La imagen fue un manjar para los caricaturistas políticos, que la convirtieron en viñeta clásica del sexenio.
¿Por qué le quedaba grande la chamarra a Calderón?, le pregunté a varios de sus colaboradores en diferentes momentos de su mandato. La respuesta en la que coincidieron varios de ellos fue que el atuendo había sido confeccionado para Vicente Fox —casi de 20 centímetros más alto—, pero que ya no la quiso usar, como tampoco había querido encabezar el operativo de Michoacán, demandado por Lázaro Cárdenas y preparado por el Ejército desde octubre de 2006. Calderón, en cambio, se montó en él para sofocar las últimas llamas del conflicto poselectoral.
Ganar el PAN, perder Los Pinos
“Ganar el gobierno sin perder el partido” fue la consigna con la que Felipe Calderón hizo campaña en 1996 para convertirse en el presidente más joven del Partido Acción Nacional. Él tenía 34 años de edad y el PAN, 56. Instalado en Los Pinos, 11 años después, Calderón parece haber hecho lo contrario: ganar el partido, aunque eso implicara perder el gobierno.
Desde antes de su toma de protesta como presidente de la república, en la etapa de transición, Calderón le pidió a Manuel Espino la dirigencia nacional del PAN. Espino, un panista ultraconservador, tenía para ese entonces una tormentosa relación con el presidente electo, a quien conoció desde la década de 1990, antes de que el michoacano fuera presidente nacional del PAN.
En la euforia de la victoria, creyéndose todopoderoso, Calderón no contaba con la negativa de Espino a entregar el cargo, y, al darse ésta, instruyó a sus colaboradores para poner en marcha una operación política encaminada a arrebatárselo. No imaginaba que un personaje a quien consideraba insignificante se convertiría, a la postre, en uno de los principales lastres de su gobierno.
La muerte de Juan Camilo
—¿Lo tiraron? —preguntó Felipe Calderón al llegar a la reunión de su gabinete de seguridad la noche del martes 4 de noviembre de 2008. —No, presidente —respondió terminante el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, quien acababa de recorrer la zona del accidente en el poniente de la capital mexicana.
A las 18:46 de ese día, el Learjet 45 de la Secretaría de Gobernación, matrícula XC-XMC, había caído con el secretario Juan Camilo Mouriño; el ex subprocurador de Delincuencia Organizada de la PGR, José Luis Santiago Vasconcelos, y siete personas más. La duda del presidente era la que tendría cualquier persona frente al insólito acontecimiento: Mouriño, su hombre clave, el número dos del gobierno, regresaba de San Luis Potosí acompañado de un ex subprocurador que había sido amenazado por grupos criminales y en medio de la guerra que su gobierno había declarado al narcotráfico.
Incluso, el presidente de España, José Luis Rodríguez Zapatero, lamentó en un primer momento el “atentado” sufrido por Mouriño, quien nació en Madrid en 1971 y tenía pasaporte español.
Con la noticia del avionazo ya esparcida, llegaron a Los Pinos una veintena de personajes, entre secretarios de Estado, funcionarios de la presidencia y allegados de Calderón. Todos esperaron a éste en la biblioteca José Vasconcelos, el sitio donde se llevan a cabo las reuniones del gabinete.
—Quiero sólo a los de seguridad —ordenó el presidente en cuanto cruzó la puerta que comunica su despacho con la biblioteca.
Sentados a una mesa ovalada, con los monitores transmitiendo las imágenes de los noticieros, quedaron únicamente Genaro García Luna; el procurador Eduardo Medina Mora; el secretario de la Defensa, Guillermo Galván; el de Marina, Francisco Saynez, y el de Comunicaciones y Transportes, Luis Téllez. García Luna explicó que en su recorrido por la zona del accidente había podido ver restos del avión, que, en principio, no mostraban señales de que hubiera sido atacado. Téllez dio un primer reporte de la Dirección General de Aeronáutica Civil, que se limitaba a precisar la hora en que se había perdido contacto con la aeronave. Nadie descartó en ese momento otras posibilidades.
La tragedia
El 5 de junio de 2009 fue el día más triste de la administración de Felipe Calderón. A las 14:55 horas comenzó un incendio en la guardería ABC de Hermosillo, Sonora. En el local, una bodega adaptada como estancia infantil subrogada del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), había 153 niños.
La falta de salidas de emergencia, la ausencia de personal capacitado, el tipo de material con el que se construyó el techo del lugar hicieron que se propagara el fuego iniciado en el local contiguo —una bodega de la Secretaría de Hacienda estatal donde se almacenaban miles de documentos de papel— y que fuera imposible evacuar a los menores.
Treinta y un niños murieron en el incendio y otros 18 fallecieron camino al hospital o en las clínicas donde fueron atendidos durante las horas y días siguientes. Otros 104 pudieron ser rescatados, pero de ellos 70 sufrieron lesiones, intoxicaciones o quemaduras, en 24 casos muy graves.
La tragedia infantil más grande de la historia del país ocurrió durante el “gobierno humanista” de Felipe Calderón, como producto de una cadena de errores, corrupción, ineficiencia y violaciones graves a los derechos humanos que, sin embargo, no fueron sancionados, ni penal ni políticamente. Los padres de los 49 niños muertos en esa tragedia y de los 24 gravemente lesionados habían dejado aquella mañana a sus hijos bajo custodia del Estado mexicano, que a la fecha no les ha respondido en su demanda de justicia y castigo a los responsables.
La derrota intermedia
El desastre fue mayúsculo: el PAN había perdido 67 distritos electorales, 63 diputaciones federales, más de cuatro millones de votos, las gubernaturas de Querétaro y San Luis Potosí, los municipios mexiquenses del llamado Corredor Azul en la zona metropolitana de la Ciudad de México y ciudades importantes que hasta entonces gobernaba, como Guadalajara, Zapopan, Cuernavaca, Manzanillo, Guanajuato y San Juan del Río.
Fue un largo día para Germán Martínez, quien como «presidente del comité ejecutivo nacional» siguió la jornada electoral y fue recibiendo resultados acompañado de sus colaboradores en un cuartel instalado en sus oficinas del tercer piso de la sede panista. Media docena de monitores con señales de televisión y más de 10 computadoras le fueron arrojando las cifras de unos comicios en los que se renovaban las 500 diputaciones federales, 432 diputaciones locales y 565 ayuntamientos.
Germán blindó sus oficinas con equipo especial para impedir la intercepción de llamadas, mandó encriptar las líneas telefónicas y, en un derroche de optimismo, pidió a su equipo que se prepararan dos escenarios para comparecer ante la opinión pública al término de la jornada: uno en el auditorio Manuel Gómez Morín para dar conferencias de prensa, y otro en el patio principal del edificio, para recibir a los militantes que acudieran a celebrar con sus dirigentes.
A las 21:00 horas, cuando comenzaron a confirmarse los resultados que fluyeron durante toda la tarde, el patio del PAN se hallaba desierto; las sillas, las tarimas y la carpa blanca que resguardaría a los jubilosos panistas en caso de lluvia estaban abandonadas. Señal inequívoca de la derrota. Germán salió dos veces ante los medios, acompañado de sus colaboradores, para cantar sus victorias en Sonora y un par de delegaciones del Distrito Federal, y en ambas conferencias de prensa evitó hablar aún del desastre en el resto del país.
En la noche, cuando la debacle estaba confirmada, poco a poco se fue quedando solo en sus oficinas, acompañado únicamente de su esposa, Margarita Garmendia. Pasada la medianoche, salió con ella de la sede del PAN a bordo de una camioneta, pero no se dirigió a su casa. Se fue a Los Pinos a hablar con Felipe Calderón, e iba decidido a anunciarle que renunciaría al cargo.
En la cabaña, como se le llama a la casa que habita el presidente, Germán y su esposa, Calderón y Margarita Zavala dialogaron, más como los amigos que eran que como políticos, sobre los resultados. Germán le dijo a Felipe que al día siguiente dimitiría pero, desde ese momento, Calderón se opuso. Esa noche se bebieron un par de tequilas y acordaron que al día siguiente se reunirían en Los Pinos a hacer un primer análisis de la derrota.
El lunes 6 de julio de 2009, Germán llegó temprano a Los Pinos y fue recibido en la sala Francisco I. Madero. Llevaba la renuncia redactada.
La fiesta del Bicentenario
Felipe Calderón apareció sonriente aquella mañana del miércoles 10 de febrero de 2010. Más de 500 personas aplaudían su llegada al enorme salón, iluminado en tonos verdes, localizado en el norte de la Ciudad de México. En un templete color vino, enmarcado por una pantalla gigante en la que se sucedían imágenes de Emiliano Zapata, Miguel Hidalgo y otros héroes de la patria, 30 gobernadores y los presidentes de los poderes de la Unión le daban la bienvenida.
El escenario semejaba un enorme estudio de televisión, con luces y cámaras montadas en grúas. Y, en lugar de los habituales maestros de ceremonias de la presidencia, dos conductores de la pantalla chica se encargaban de que todo transcurriera conforme a un guión preestablecido: Paola Rojas de Televisa y Jorge Zarza de TV Azteca.
Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego, dueños de las televisoras más importantes de México, ocupaban un lugar de primera fila en aquel acto: la presentación del programa oficial de festejos del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Otros empresarios, entre los que se contaban propietarios de periódicos y radiodifusoras, departían con miembros del gabinete, ministros de la Corte, legisladores, celebridades de la televisión y unos cuantos intelectuales y creadores.
El mundo de la cultura sucumbía frente al de la política y la farándula en un acto que era transmitido a toda la República, pues las televisoras habían abierto un hueco en su programación matutina para que su público viera a Calderón anunciando los festejos de 2010. Andrea Legarreta transmitía el programa Hoy del principal canal de Televisa, desde un set habilitado a unos metros del salón en el que autoridades y empresarios atestiguaban el inicio de la fiesta.
La ocasión era propicia para que el calderonismo intentara, otra vez, marcar un parteaguas en medio de la tragedia nacional. El Año de la Patria, según lo definió la propaganda oficial, debía alentar a la clase política a dejar atrás sus agravios, unificarse en torno al aniversario de la nación, hacer un borrón y cuenta nueva. Pero el gobierno panista no estaba preparado para conmemorar la fecha con un gran pacto nacional… ni siquiera estaba listo para organizar la fiesta.
Alcohol, una constante
“Panista que no toma, no es de fiar.” La frase es del líder moral del PAN, Luis H. Álvarez, y la pronunciaba cada vez que se abría una botella de ron, al inicio de una sesión del Comité Ejecutivo Nacional del PAN. Don Luis, candidato presidencial panista en 1958, presidió el partido de 1987 a 1993, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.
Quienes trabajaron en su comité nacional recuerdan que los dirigentes se encerraban horas en la planta alta de una vieja casona ubicada en el sur del Distrito Federal, para discutir la postura que debía asumir el partido frente a cada decisión de Salinas. Eran largas sesiones en las que casi siempre se consumía al menos una botella de ron.
La presencia del alcohol en las discusiones del blanquiazul continuó en los periodos en que Carlos Castillo Peraza y Felipe Calderón dirigieron el partido, y en el primer año de Luis Felipe Bravo Mena. Pero en 2000, cuando llegó al poder, el PAN estrenó una nueva sede, con una moderna sala de sesiones para el CEN, en la que no volvieron a servirse tragos.
Sin embargo en la década de 1990 el PAN organizaba fiestas en las que corría el alcohol. Era famosa la posada con reporteros, y en ella varios dirigentes panistas fueron vistos con unas copas de más. Los líderes del más antiguo partido opositor fraternizaban con la prensa en un ambiente en el que la bebida no era un tabú.
El PAN celebraba al menos dos reuniones plenarias al año con sus diputados y senadores en algún centro turístico del país (Jurica, Puerto Vallarta o Cuernavaca), que duraban dos o tres días. Era habitual que en esos encuentros hubiera convivios nocturnos en los que se servían cocteles, se bailaba, se cantaba en el karaoke y, de cuando en cuando, alguien acababa haciendo un desfiguro. De esos años provienen los rumores sobre un supuesto alcoholismo de Felipe Calderón.
La jefa que nunca fue
Antonio Sola quería relajar la tensión: tomó a Max Cortázar de la cabeza, lo sujetó del cuello y lo quiso tirar al piso. Max se resistió, se incorporó de la silla en la que estaba sentado y comenzó a manotear con el publicista.
Correoso y con fama de ser “bueno pa’l descontón”, Max enfrentó al español, un hombre de casi 10 centímetros y veinte kilos más que él. Sola, un mercadólogo, era en encargado de los promocionales contra el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador.
Max era el encargado de comunicación social durante la campaña de Calderón, tras la victoria panista se convertiría en el vocero de la Presidencia.
Terminaron en el suelo los dos, jugando “luchitas” mientras los demás calderonistas les gritaban “¡duro, duro!”. Era su manera de matar el tiempo mientras esperaban a que Felipe Calderón llegara a uno de los ensayos para el segundo debate con Roberto Madrazo y Andrés Manuel López Obrador, en junio de 2006.
Mientras Juan Ignacio Zavala – cuñado de Calderón y uno de los estrategas que aportaba ideas para los promocionales de campaña – animaba a Sola para que le aplicara a Max una “quebradora”, otros miembros del equipo empezaron a guardar silencio, poco a poco, como cuando el maestro llega al salón de clases antes de que acabe el recreo.
Desde el marco de la puerta, Josefina Vázquez Mota, coordinadora general de la campaña de Calderón, miraba la escena con rostro serio, apretando los labios y moviendo la cabeza de un lado a otro, en actitud de madre superiora. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue. Esa misma tarde telefoneó a Juan Camilo Mouriño para reclamarle:
—Esto parece una secundaria. Pero el capitán del equipo no aceptó el regaño, y simplemente le dijo: —¿Y qué quieres que hagamos?, llevábamos dos horas esperando a Felipe. Además, así funcionamos nosotros.
Josefina Vázquez Mota nunca encajó en el calderonismo, ese Club de Tobi con asientos para sólo tres mujeres: Alejandra Sota, Aitza Aguilar y Margarita Zavala.
La derrota
El domingo 1 de julio se hizo realidad el peor escenario de los panistas: Vázquez Mota hundió al partido al tercer lugar, con 12 millones de votos, equivalentes a 22% de los emitidos ese día. El PAN perdió las gubernaturas de Jalisco y Morelos, donde llevaba más de una década en el poder; retuvo Guanajuato con menos de 70,000 votos de ventaja sobre el PRI; se borró del mapa en el Distrito Federal y el Estado de México; perdió 14 senadurías y 28 diputaciones federales respecto de las que tenía en la XLI Legislatura, y fue echado de 50 presidencias municipales.
Vázquez Mota reconoció su derrota a las 20:30 horas, antes de que el IFE diera a conocer su conteo rápido; antes incluso de que el candidato de Nueva Alianza, Gabriel Quadri, reconociera en conferencia de prensa el triunfo de Peña Nieto. No quiso que Felipe Calderón saliera antes que ella a admitir la victoria del priista. Bajó al salón Manuel Gómez Morín del cuartel general de su partido y, ante medio millar de panistas, leyó un discurso de 11 cuartillas.
Los ojos hinchados, el rostro lánguido y los hombros caídos la hacían verse más delgada de lo habitual. “No hay permiso para el desaliento”, dijo, tratando de animar a decenas de militantes cabizbajos. “Esto no es una derrota”, leyó en las páginas que le habían redactado sus asesores días antes, a las que ella dio los últimos toques ese mismo domingo, encerrada en su casa del fraccionamiento La Herradura. En la cuenta larga, el resultado electoral era un eslabón más en la cadena de derrotas sufridas por el PAN durante el calderonismo.
Fuente: mexico.cnn.com
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Quiénes son los ‘intocables’ del gabinete de Felipe Calderón
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El futuro de Felipe Calderón en Harvard – El presidente empleado en Harvard