MÉXICO, D.F.- Hasta el año pasado, la Navidad despertaba en mí sentimientos encontrados: un poco de alegría y otro tanto de tristeza, pero a partir de este 2013 de plano ya no pude más e ingresé al club de los detractores de Santa Claus.
Motivos sobran: basta con buscar en Internet las razones más frecuentes para detestar la Navidad y darse cuenta que abundan las observaciones punzantes para desinflar el ego de ese regordete personaje vestido de rojo.
En el blog «A lasombra del árbol de los pensamientos», el autor escribe: «Una de las cosas que más odio de la Navidad es el consumismo excesivo de las personas. No es el hecho de comprar regalos para los demás, sino que se ha convertido en una obsesión. Tal parecería que el objetivo principal de la temporada es recibir regalos». “Estoy de acuerdo.
Diciembre es el mes más frenético e incómodo para las compras: los centros comerciales, las tiendas e incluso las boutiques alternativas, donde nunca se paran ni las moscas se atascan de gente. Como dice Elena F. Vispo en su divertido artículo 33 razones para odiar la Navidad: En vísperas de los días festivos, los supermercados son imposibles: comparar una lechuga se convierte en una odisea».
Pero eso no es todo. Hay otro punto fundamental: el marketing navideño fomenta la hipocresía. Estas fechas, al menos en teoría, son una invitación para que reflexionemos, oremos por la paz y un larguísimo etcétera de buenas intenciones transmitidas por la televisión.
Tal parecería que durante estos días la gente se vuelve más «amable», «agradecida», «tranquila» o «amistosa» (y en todos los casos, las comillas están plenamente justificadas), pero en cuanto llega el primero de enero vuelven a ser los energúmenos groseros, pedantes y neuróticos de toda la vida.
¿Dónde quedó el dulce espíritu de la Navidad? Es un caso similar al típico niño gandallita de la escuela, quien frente a los profesores se convierte en un santo, pero fuera de la vista de ellos es el mismo abusador de siempre. A esto hay que sumarle otro tipo de hipocresía (o terrorismo cultural, quizá).
Me refiero a los villancicos. ¿Habrá alguien que, de corazón, los encuentre agradables? ¿Por qué rayos, año con año, tenemos que escuchar a Tatiana cantar como si padeciera de sus facultades mentales, con un sonsonete que sacaría de quicio hasta al Dalai Lama? O peor tantito, ¿qué hemos hecho para recibir el castigo auditivo de Luis Miguel cantando coplas tradicionales de la temporada, en un cuestionable intento de emular a Frank Sinatra?
Nunca, por más que me lo expliquen, podré hallar la lógica de una canción que dice: «Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver a Dios nacido. Beben y beben y vuelve a beber, los peces en el río por ver a Dios nacer…».
Y después, esa misma gente que canta a voz en cuello tan surrealista villancico, es la que asegura no entender la obra de Gabriel Orozco, Abraham Cruzvillegas o Boris Viskin, y se persignan cada vez que escuchan el término «arte conceptual».
No, ¡es que ya no puedo más! Pero lo peor de todo es que, al ritmo de esas esperpénticas melodías, de las aglomeraciones infernales, los muñecos de nieve confeccionados con plástico chino y las cascadas de foquitos multicolor, la gente insiste en arroparse como si caminara por Siberia, pese a que el termómetro en el Distrito Federal marca a mediodía más de 25 grados centígrados.
Mi mayor deseo para esta Navidad es quitarle lo almibarado, y que en vez del gordito Santa Claus, adicto a los refrescos de cola, aparezca Diamanda Galas envuelta en un vestido Haute Couture de vísceras caramelizadas y un tocado de Stephen Jones con plumas de cuervo y huesos de Tiranosaurio con la siguiente leyenda bordada en cristales Swarovski: «Christmas is a stupid joke».
Pero como eso no sucederá, tendré que consolarme con pensar que hay dos cosas más patéticas y despreciables que la mercadotecnia navideña: Gossip Girl Acapulco y la mentada Reforma Energética. Fuente: ElMexicano