COMO FUE LA VIDA
DEL NARCO PABLO ESCOBAR
- CONTADO POR SU HIJO
Hijo de narco colombiano cuenta su vida.
Sebastián Marroquín reflexiona sobre lo que vivió al lado de su
padre, Pablo Escobar Gaviria; “siento una profunda amargura de que
México esté repitiendo casi literalmente esta historia”, dice
El 10 de diciembre se
estrenó en Colombia el documental Pecados de mi padre, dirigido por
Nicolás Entel (a México llegará en 2010). Es la primera vez que,
tras 15 años de exilio en Argentina, acepté romper mi silencio y
contar mi vida junto a mi padre, Pablo Escobar, el más importante
narcotraficante colombiano de los últimos tiempos.
Son muchas las razones que tuve para salir ahora a la luz pública.
Con mi largo silencio quise mostrar mi respeto absoluto a las
víctimas de mi padre, a todo mi país. Aproveché este largo tiempo
para poder encontrarme a mí mismo como persona, en busca de una
propia identidad y sabiendo que nada crece bajo la sombra de un gran
árbol como la de mi progenitor. Elegí y decidí, humildemente,
reinventarme como ser humano y estudié dos carreras universitarias:
soy arquitecto y diseñador industrial. Me preparé por años para la
construcción de sueños, no para la destrucción.
Con dolor he aprendido a separar al padre del Pablo Escobar que
recuerda la mayoría. Jamás podría renunciar al amor que como hijo le
profeso, pues además lo recuerdo siendo un padre que me cantaba las
canciones de Topo Gigio y me inventaba cuentos para dormirme, me
enseñó a jugar al futbol, a montar en bicicleta, en moto y hasta en
elefante. Me enseñó a ser un hombre de palabra, decía que la palabra
era un contrato. Lo acompañaba a los barrios marginales a donar
decenas de canchas de futbol y polideportivos, vi cómo crecía su
proyecto de construir 5,000 viviendas equipadas para regalarle a
estas familias que vivían en el basurero municipal de Medellín y
restaurar así la dignidad de las clases que nos negamos a reconocer
aún hoy en la sociedad. Fue además un gran maestro de lo que no
debemos hacer y es así como lo recuerdo a diario frente al espejo,
debatiéndome en un duelo permanente de sentimientos explosivos y
contradictorios que estoy obligado a enfrentar, buscando encontrar
un equilibrio y una paz que respete la dignidad de todos sin
excepción.
No es fácil, aprendí que el odio mantiene a muchos atados al pasado,
y perpetúa infinitamente el dolor generado por el victimario hasta
enfermarnos de violencia.
Por ello busqué una reconciliación y un perdón público ante los
hijos de las víctimas más prominentes de mi padre, Rodrigo Lara
Bonilla y Luis Carlos Galán. Un ministro de Justicia que se atrevió
a denunciar públicamente la infiltración del narcotráfico en la vida
política de Colombia, y un líder reformista seguro ganador de las
elecciones presidenciales de 1990.
Historias de familia
Además de ellos pido aún hoy perdón a cada uno de los 44 millones de
colombianos víctimas de la violencia generada por mi padre. Es una
larga lista, que tristemente no excluye a nadie: policías, jueces,
políticos, periodistas, narcotraficantes y cientos de inocentes
transeúntes que ni siquiera osaron enfrentarlo, pero que estuvieron
en el lugar y el momento incorrecto cuando explotaban sus bombas
indiscriminadamente.
Como su familia, no nos fue ajena esa violencia ni logramos escapar
de ella. El primer coche bomba de la historia de Colombia explotó en
mi hogar un 13 de enero de 1988 a las 05:13 horas. Allí nos
encontrábamos con mi madre Victoria Eugenia, quien tenía 28 años, mi
hermanita Manuela, con escasos meses de edad, todavía no tenía ni
siquiera la posibilidad de declararse inocente por no saber hablar
aún. Yo tenía 11 años. Mi padre tenía para entonces un enorme poder
económico y militar. Cuando vio la foto de la cuna donde dormía su
hija durante la explosión que destruyó los vidrios de todas las
viviendas de Medellín en un kilómetro a la redonda, enloqueció de
violencia y respondió con ferocidad. Una sola bomba contra su
familia lo hizo ordenar la explosión de más de 200 bombas por todo
el país hasta casi lograr la claudicación de todos los poderes del
Estado frente al poder del narcotráfico. Estábamos todos ciegos y
aturdidos en ese ambiente hostil. Aprendí que la vida es un búmeran,
que los actos violentos generan una violencia cada vez mayor y
desenfrenada, llevándonos hacia una espiral inconmensurable de
maldad que luego es imposible detener, salvo por nuestra propia e
íntima voluntad. Así corren aún hoy en Colombia ríos de sangre que
tiñen de odio, maldad, tristeza y desazón a la sociedad. Solemos
olvidar la historia, y por ello es que siempre se repite, pues
insultamos así el precioso legado de las experiencias de la vida.
Colombia ya era violenta antes del nacimiento de Pablo Emilio
Escobar Gaviria.
La carta más difícil que escribí en mi vida fue para los hijos de
aquellos líderes que prometían rescatar el país y que murieron junto
a la esperanza de muchos. Allí les dije a sus hijos en la misiva
enviada a principios de 2008 que “… Comprendo que nací en un
ambiente fértil para la violencia, pero el legado de nacer en un
ambiente tan hostil no podría ser otro distinto al de la búsqueda de
la paz. No quiero repetir la historia”. Recordé que “mi padre con su
violencia obligó a muchas familias a exiliarse, principalmente a las
suyas, ignorando que con ello se estaba también gestando
subrepticiamente el exilio de sus seres más queridos”. Quiero tener
un hijo, pero no le dejaré por ello un testamento de violencia.
Tengo el honor de estar casado con una mujer mexicana, que tiene un
coraje que haría palidecer a cualquier guerrero, parafraseando a
Gandhi. Ella me ha enseñado mucho sobre esas lindas y sabias
tierras. Me ha acompañado en los más pétreos caminos. Es mi gran
amor y así también lo es México para mí. Adoro las rancheras y me
atrae el tequila. Pero me entristece ver lo que estoy observando
desde el lejano Buenos Aires, pues se parece mucho a la primera
parte del documental Pecados de mi padre.
Siento una profunda amargura de que México esté repitiendo casi
literalmente esta historia, aquella de la que tanto me cuesta aún
hoy hacerme cargo.
Siento que la película que hoy están ‘viviendo’ mis compadres
mexicanos, es la misma que yo viví en Colombia exactamente en 1984,
a mis siete años de edad, cuando mi padre decidió por cuenta propia
mandar a asesinar al entonces ministro de Justicia Rodrigo Lara
Bonilla (Q.E.P.D.).
De ahí en más, mi país vivió una violencia sin precedentes. Ese día
mi familia se desmembró para siempre, mi padre pasó luego toda su
vida en la clandestinidad, el hogar por él construido no existió
más. Por eso me decidí a participar en este documental y a romper el
silencio sepulcral que mantuve 16 años después de su muerte, porque
he vivido en carne propia el horror de una violencia sin par que no
quiero para Colombia, para México ni para ninguna nación del
planeta. Fui testigo, al igual que mi país, de una guerra sin
cuartel del narcotráfico contra el poder del Estado que no ganó
nadie, pues sólo quedamos como mudos testigos los miles de huérfanos
y viudas de todas las esferas de la sociedad. La violencia no
discrimina.
Comprendí que aun en las más segregadas familias –como la nuestra–
hay padres, hijos, hermanas, abuelos, etc. Ahí también hay
sentimientos por encima de lo machos que pretendamos ser ante otros
en la vida. Veo en mi esposa a diario el fiel reflejo del tesón del
pueblo mexicano. Respeto la dignidad de cada persona y no distingo
entre uniformes o nacionalidades, sólo veo a ciudadanos de la raza
humana y a nadie más. Sólo veo a hombres con su voluntad de
sobrevivir en un ambiente donde las oportunidades son escasas y
donde el hambre abunda, así como los deseos de brindarle la mínima
dignidad a nuestros seres más queridos. Algunos están dispuestos a
matar para no vivir en la indigencia, pero no puede haber excusa
válida para generar violencia hacia nuestros hermanos a costa de
nuestras necesidades o ambiciones personales.
En Medellín, mi ciudad natal, la presencia de la arquitectura y el
urbanismo aplicado desde el Estado ha comenzado a aportar ejemplos
de exportación de estas ideas para el mundo como una esperanza de
paz para brindar dignidad, seguridad, cultura y oportunidades a los
más marginados.
Creo en la arquitectura como una herramienta capaz de transformar la
realidad a partir de hechos arquitectónicos concretos. Es
definitivamente una herramienta eficaz para la paz. Por ello no me
dedico a la política.
En nuestra vasta familia latinoamericana solemos heredar las
virtudes y los pecados de nuestros padres, y es bajo esta excusa que
vivimos por décadas enfrascados en unos círculos de violencia y
venganzas generacionales que se repiten incesantemente. Yo no fui
ajeno a esto, de hecho, al enterarme de la muerte de mi padre, a mis
16 años, caí en esos círculos y armado de ira e intenso dolor
amenacé públicamente con matar a quienes habían dado muerte a mi
padre.
Sin embargo, ahora agradezco a Dios que 10 minutos después me hizo
reflexionar y transformar el odio para no perpetuar este aparente
estilo de vida que –les aseguro– es más de sufrimientos y de
persecuciones que de placer.
¿Un ejemplo? Un día la policía dispuso, sin saberlo, un control
rutinario en alguna calle de la ciudad justo frente a la casa donde
yo me escondía con mi padre. Ese control policial comenzó un domingo
y duró siete días frente a nuestro escondite. Se nos terminaron los
víveres y estábamos solos pero rodeados de millones de dólares.
Aguantamos hambre mientras comprendí que el dinero del narcotráfico
no servía para nada si no te podías comprar siquiera una libra de
arroz con él.
La muerte de mi padre no afectó en absoluto el tráfico de drogas en
el planeta, la violencia y las drogas ya estaban afincadas en
Colombia y en el mundo antes de su nacimiento, y siguen
lamentablemente estando aún hoy, hasta que elijamos perdonarnos unos
a otros desde nuestras más íntimas fibras.
La guerra consume y derrocha inconmensurables recursos humanos y
públicos. Distintos países y los enemigos de mi padre gastaron más
de 3,000 millones de dólares para perseguirlo a él y su
organización. Mi padre usó toda su fortuna para la guerra y para
defender sus intereses, y lo que queda de ella está destruido por
completo o en manos de las más diversas autoridades. Miles de
millones de dólares que podrían haber sido gastados para asegurar
salud, educación y un futuro mejor y más digno para el pueblo
colombiano.
La paz, en cambio, ¡es gratis!, pues sólo se requiere de nuestra
humana voluntad de hacerla.
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